Ilustró Saurio
Llueve, porque siempre en estos casos llueve, porque queda bien, porque da buen clima, porque las gotitas de lluvia resbalando por el ventanal del bar hacen una bonita imagen en pantalla, porque el vapor de agua se ha condensado lo suficiente en la atmósfera como para alcanzar el punto de saturación y entonces las gotas se precipitan, presas de la atracción gravitacional, como cualquier otro cuerpo masivo en el universo.
Por eso llueve y por eso ella está junto al ventanal del bar, sentada en una mesa a pesar de los reproches del mozo, que le insiste que lo correcto es que lo haga en la silla.
–Dejala, total es nuestra única clienta, la única que hemos tenido en años– le dice, desde el mostrador, el dueño del bar –. Décadas de políticas económicas de corte neoliberal nos han llevado a esta situación calamitosa que estamos padeciendo.
–Es que el fracaso del modelo totalitario impuesto por una interpretación ultra-ortodoxa del modelo socialista, apenas un repartidor de riqueza incapaz de generarla, nos precipitó a las garras del capitalismo salvaje, un modelo muy eficiente a la hora de generar riquezas pero inútil a la hora de distribuirlas con equidad– acota el mozo, sacudiendo el polvo de una silla en la que hace rato que nadie se sienta.
A la lluvia poco le importan estas quejas. Debería, ya que la codicia de los capitalistas ya llega incluso hasta al agua, y en cualquier momento el derroche gratuito de recursos que las nubes hacen será propiedad de multinacionales sin rostro, lo subsumirán a las impiadosas reglas del mercado y ahí te quiero ver, pagando exorbitantes sumas de dinero por una gota del vital líquido. Pero sin embargo a la lluvia todo esto no le importa y cae, despreocupada sobre los peatones y sobre los vendedores de paraguas.
–Esto lo complica todo– piensa ella mientras mordisquea su birome –. Tantas gotas de agua juntas me imposibilitarán realizar un registro de todo en tiempo y forma. ¿Cuál es el límite del realismo? ¿Dónde hacer el recorte sin que ello represente una intromisión de la subjetividad del autor? ¿Cuál es la razón de hacer foco en un personaje o en una anécdota y no en otros, en los muchos otros personajes y anécdotas que están simultáneamente presentes en ese particular segmento de espacio-tiempo? Y aún así, ¿cuál es el grado de detalle conveniente al describir a un personaje y sus acciones? ¿Deberé describir la preparación del sandwich que pronto he de recibir, así como las sensaciones de cada uno de los mordiscos que le daré, o le ahorraré los detalles a los lectores y escribiré, simplemente, “comí un sandwich”? ¿Y qué decir de la distribución de Poisson con las que las gotas de lluvia impactan en el suelo y sobre la cabeza y los hombros de esa mujer que ha decidido no adquirir un paraguas al vendedor ambulante de la esquina? ¿Es necesario informarle al lector sobre las intenciones que la llevaron a preferir mojarse antes de pagar un precio excesivo por un paraguas made in Taiwan que apenas resistirá esta lluvia antes de terminar en un tacho de basura cuando el clima mejore? ¿Y los motivos de por qué al vendedor ambulante le falta el premolar izquierdo y tiene un ligero problema al pronunciar las erres? ¿Importa el nombre de las calles que forman la esquina donde el tipo está parado? ¿O la ligera variación de luz solar que acaba de producirse? ¿Aporta información útil la ecuación que describe la superficie curva que forma el agua desplazada por un taxi y que salpica a la mujer desparaguada? ¿Es menester transcribir la diatriba enanofascista del conductor del programa radial que el taxista escucha? ¿Y los pensamientos del taxista? ¿Cuándo detenerse, dónde detenerse, por qué detenerse?
–Vaya uno a saber– le responde el mozo, pero no porque es telépata y escuchó los pensamientos del párrafo previo, sino porque unos minutos antes de comenzar este cuento ella le había preguntado si él creía que iba a parar la lluvia o si la cosa iba para largo. Las razones de la demora en responder una pregunta simple, o, al menos, una pregunta fática, son muy complejas pero, simplificando, digamos que el mozo no contestó inmediatamente porque estaba distraído –. Mi abuela decía que si las gotas al caer sobre los charcos formaban globitos entonces iba a seguir lloviendo mucho tiempo más. Pero también mi abuela decía que la mejor manera de parar una tormenta era arrojar un pan de jabón al tejado.
–¿Y se detenía la tormenta?
–No, la tormenta seguía. Pero uno podía estar seguro de que las tejas quedaban limpias. O al menos quedaban jabonosas. No recuerdo. Eso fue hace tanto tiempo...
El mozo se queda con la mirada perdida en el cielorraso, rememorando aquellas tardes de verano suburbano, con vasos de chocolatada grumosa y pan con manteca y azúcar. ¡El canario anaranjado, alimentado a zanahoria y alpiste! ¡La planta de granadas! ¡La higuera donde se trepaba con su prima Patricia! ¡Ah! ¡La nostalgia! ¡La nostalgia!
Una lágrima rueda por su mejilla y su trayectoria es replicada casi a la perfección por una gota de lluvia deslizándose por el vidrio. Ella, la mujer, no la gota, se percata de esta sincronicidad y piensa en todas las ocasiones en que estas coincidencias se dan y pasan desapercibidas. ¿Acaso se tratará de un mensaje de un Ser Superior, que no conoce de otro medio para comunicarse con sus creaturas que el uso de oscuros signos garabateados sobre la entropía del Universo? Y, de ser así, ¿puede uno llamar “Superior” a un ser que utiliza un medio de comunicación tan precario, inefectivo y lleno de ruido? ¿Por qué no presentarse en forma evidente y pronunciar su mensaje en forma clara y comprensible para todos? ¿Qué significado puede tener un mensaje en clave si no se conoce la cifra con la cual hacerlo inteligible?
–Ninguno– dice el dueño del bar, pero tampoco es telépata. Simplemente responde al mozo, que le acaba de preguntar cuántos diarios debe encargarle al kiosquero mañana –. Ninguno. ¿Para qué, si total no tenemos clientes que los lean?
–¿Para leerlos yo, así no me aburro por la falta de clientes?
–Naaah, te presto la tablet y los leés online.
–¡No me va a comparar la cálida organicidad de la lectura en papel con el frío vidrio de una pantalla iluminada!
–Son cosas incomparables y no mutuamente excluyentes. Y si tanto te excita el olor a tinta y celulosa, comprate vos el diario y listo.
El mozo se queda callado y no porque los argumentos del dueño del bar son contundentes sino porque acaba de recordar el olor de las disquerías cuando se vendían long-plays, un olor que se ha perdido con la aparición del compact y que no ha reaparecido con el nuevo auge del vinilo. Es que no es lo mismo el olor de un long-play publicado porque era el único formato posible que el de un long-play publicado por snobismo o quisquillosidad de melómano: el primero olía a pueblo, a arrabal amargo, a patchouli, a sótano húmedo y cargado de humos de cigarrillos de diversas hierbas, en cambio el otro sigue oliendo a hospital futurista, como los compacts. Y qué decir del MP3, que ni huele...
Los pensamientos del mozo son interrumpidos por la puerta, que se abre y deja pasar a un hombre de unos treinta años, rebosante de estilo y modernidad, muy canchero pero con el toque justo para no dejar de ser elegante, con todo lo que hay que tener para que no más verlo uno diga “Este es un winner, sin lugar a dudas”.
Y si bien esto es cierto hoy, mañana ya no lo será, porque una arriesgada jugada financiera de su autoría fracasará estrepitosamente y se encontrará sumido en la bancarrota y desprestigiado en todos los ámbitos en los que solía frecuentar. Pero eso será mañana y no hoy. Hoy es el día de acercarse a la barra y con el mejor tono de ganador pedir que le sirvan el mejor whisky de la casa.
–Sírvame el mejor whisky de la casa– dice y, levantando la voz para que ella lo oiga –y a la señorita otra vuelta de lo que esté tomando.
–Gracias– responde ella, levantando la vista del papel –pero no creo que mi estómago pueda resistir un café doble más, especialmente teniendo en cuenta la pésima calidad del café que sirven acá. Ya me he tomado cinco y estoy sintiendo hemorragias en todo mi sistema digestivo.
–Eso no es bueno.
–Podría ser peor– dice y se lo queda mirando, o, mejor dicho, se lo queda viendo sin mirar, simplemente dejando que los conos y bastones de sus ojos, los de ella, hagan su trabajo al recibir a los fotones que se reflejan en el cuerpo de él. Todo es para ella un continuo de luces y sombras, no logra distinguir, o no quiere hacerlo, límites entre el cuerpo del hombre y la silla donde él se ha sentado, o entre la silla y la mesa, o entre la mesa y el piso, o entre este y el mozo, la barra, las paredes, el dueño, el ventilador, el banderín desteñido de Quilmes, la foto firmada de un equipo de años muy pasados, el afiche enmarcado de una corrida de toros que vaya uno a saber si existió realmente o es sólo una ficción, una ilusión de hispanidad para turistas o descendientes nostálgicos de algún ancestro venido de la Madre Patria. Todo el mundo, toda la realidad, no existe como un conjunto de unidades discretas sino un infinito espacio vacío en el que un número incontable de electrones, incontable más por pereza que por incapacidad de contarlos, realiza una danza cuántica alrededor de otra cantidad similar de protones y mucho más grande de neutrones. “¿Serán las partículas subatómicas el límite del realismo? ¿O deberemos ir incluso a niveles más pequeños? ¿Será la verdadera literatura realista una tragicomedia protagonizada por quarks?
–No– dice él, que tampoco es telépata sino que responde a la pregunta de si el whisky lo quiere con hielo o no –. Sólo la gente que no sabe tomar whisky le pone hielo, así como los que no saben tomar fernet lo mezclan con cocacola. ¡No por nada este país anda como anda! ¡Analfabetos! ¡Bestias! ¡Choriplaneros!
El mozo y el dueño del bar se miran, sorprendidos. No tanto por el exabrupto del hombre sino porque acaban de descubrir que se sienten atraídos sexualmente. Parece mentira que después de más de veinte años de trabajar juntos y de mutuas historias de amores heterosexuales estos sentimientos les afloren así, de sopetón y sin motivos, pero la vida es así, imprevisible. O quizás no sea así, quizás sea previsible, sólo que no sabemos aún detectar los patrones y las fórmulas subyacentes. Quién sabe. A quién le importa. Lo único que importa en este momento es el torrente de pasión que el mozo y el dueño del bar sienten en sus entrepiernas. Se pondrían a garchar ahí mismo, sobre la barra, si no fuera porque tienen un par de clientes y con esta malaria no es cuestión de echarlos por una calentura. Por eso callan y no se confiesan sus sentimientos. Lamentable decisión, ya que más tarde será tarde y nunca consumarán su amor prohibido. O sí lo harán pero no será lo mismo, será sólo un polvo de compromiso, como para probarse a sí mismos que son los suficientemente machos como para acostarse con otro tipo y no importarles. O algo por el estilo.
–La gente es muy rara– comenta ella, aunque no a propósito de la recientemente descubierta atracción homosexual entre el mozo y el dueño del bar sino porque el joven ejecutivo le acaba de contar una anodina anécdota de trabajo y esa es la única respuesta de compromiso que ella puede decir al respecto. También es una respuesta desconcertante, ya que la anécdota giraba acerca de cómo él había logrado ganar a un importante cliente detectando una potencial debilidad en la estrategia comunicacional de la competencia y una interesante oportunidad de negocios en un público objetivo segmentado en niveles socioeconómicos. O algo por el estilo, porque ella estaba bastante distraída, la mayoría de lo que él dijo le entró por un oído y le salió por el otro y no recuerda lo que el tipo le dijo. Tampoco le importa mucho, pero se siente en la obligación de seguir conversando y entonces dice –. Por ejemplo, mi prima estaba convencida de que “lingote” era el aumentativo de “lingo” y por eso cuando veía un dibujo de un lingote chiquito lo llamaba “linguito”. Y también estaba convencida de que comer papaya antes de coger evitaba los embarazos. Creo que al sexto hijo empezó a dudar un poco de que eso fuera verdaderamente cierto. La verdad es que no lo sé. Hace años que no nos vemos.
Por su parte él empieza a dudar de la conveniencia de intentar levantarse a una mina que está evidentemente loca pero, se autocontrargumenta, la cualidad de garchable de cualquier mujer mata cualquier reparo sobre la sanidad mental de la misma, por lo que decide arriesgarse y seguir con la seducción.
–¡Se te cayó!– dice repentinamente y ella obviamente pregunta:
–¿Qué cosa?
–El papel que te envuelve, bombón.
Ante la indiferencia de ella, él insiste:
–¿Te conozco?
–Creo que no.
–Entonces te vi en sueños.
–Lo dudo. Generalmente cuando decimos que soñamos con una persona suele ser una racionalización posterior. En los sueños todo es una gelatina confusa. En la vida también, si vamos al caso. La mayoría de lo que vemos en realidad no lo vemos sino que es nuestro cerebro el que rellena los huecos de información usando lo que recuerda de anteriores percepciones.
–Me gustás porque no sos como las demás mujeres– insiste él –, porque sos un enigma. No importa cuánto cueste, algún día tendré la oportunidad de tenerte. Por vos puedo cambiar y convertirme en el hombre perfecto.
–OK, podrías empezar por dejar de decir frases tan cursis y acosadoras– responde ella y se levanta de la mesa. No le importa que afuera llueva, que afuera siempre llueva, que llueva porque las convenciones narrativas digan que tiene que llover. Sale del bar, sin mirar atrás y sin darse cuenta de que no ha pagado los cafés consumidos ni el sandwich que nunca recibió.
–Dejá, que los pague el tirifilo este– le dice el dueño del bar al mozo. Una sensación eléctrica recorre el cuerpo de ambos cuando lo toma del brazo para frenar su carrera. Realmente se darían con todo si no fuera porque no están solos y las cosas no están como para perder un cliente, aún uno que es un pelotudo desagradable que les acaba de ahuyentar a la última parroquiana regular que tenían. Aparte, saben que ella volverá, porque siempre vuelve, como las lluvias, como las golondrinas, a sentarse en la mesa, a anotarlo todo, a cuestionarse los límites del realismo, a preguntarse por el sentido de forzar estructuras narrativas al relato de la realidad, cuando la vida no tiene introducción, nudo y desenlace, cuando todo sigue y sigue sin más fin que la muerte misma, en un confuso continuo de rutina y tedio apenas puntuado por momentos interesantes que después convertiremos en anécdotas, donde todo es más prolijo que este caos, donde el clima casi nunca se esmera para dar clima a lo narrado, donde nunca vemos cómo ella se aleja por las calles, empapada, sin paraguas, en un final perfecto mientras la música sube y aparecen los títulos.